Estaciones
Esta historia de (des)amor no es mía.
FICCIÓN
Vickie Allauca
12/7/20218 min read
Recuerdo el 21 de marzo del 2016 con tanta claridad.
Fue el día en el que nuestras miradas colisionaron por primera vez, sin previo aviso. Fue un lunes soleado, con un cielo totalmente despejado. "Podría no ir a correr hoy" pensé, tratando de buscar alguna excusa para quedarme en casa.
No encontré ninguna, el día era perfecto. Empezó la primavera al ponerme las zapatillas. Cerré la puerta al salir e imaginé el sonido del cañón que indicaba el inicio de una inquietante carrera. Mi pecho subía y bajaba a gran velocidad mientras aceleraba, pensando en todas las cosas de las que quería escapar.
Los pensamientos empezaban a abrumarme. No me detuve a contemplar el color de los árboles, ni me percaté de las mariposas alrededor. ¿Cómo iba a saber que venías despistado en tu bicicleta por luchar con una abeja?
El choque fue tan fuerte, pero no tan intenso como cuando nuestros ojos se encontraron. Tu me agarraste con un brazo para que no cayera al suelo y con el otro sujetaste tu peso.
"¡Lo siento!" exclamamos al mismo tiempo.
De alguna manera lograste incorporarme con gentileza, mientras tus rodillas sangrientas seguían en el suelo.
"¿Te duele mucho?" te pregunté sin romper el contacto visual.
Tardaste unos segundos en darte cuenta la cantidad de sangre que emanaba de tu cuerpo. Tu rostro empalideció al instante y pensé que ibas a desmayarte.
"N-no, no duele" dijiste con un tono agudo y tragaste saliva. Tu expresión decía todo lo contrario y me preocupé por ti, aunque era un poco gracioso que lo trataras de ocultar.
"Parece grave, creo que deberías ir al hospital" fue la primera sugerencia que te hice. La primera de muchas.
"Creo que los dos deberíamos ir, también estás sangrando" lograste pronunciar después de haber tomado un gran bocado de aire.
En realidad era tu sangre, pero accedí ir contigo sin dudarlo. Debí dudarlo.
¿Recuerdas nuestra primera cita? En aquella sala de emergencias, esperando a que llamen nuestros nombres.
"Entonces, ¿a qué trabajo estarías llegando tarde hoy?" preguntaste cuando te volvió el color a la cara.
"Soy pasante en una agencia de publicidad" respondí sonriendo por tu habilidad de hacer que preguntas normales suenen encantadoras. Siempre admiré eso de ti.
También te había preguntado por tu trabajo y recuerdo que dijiste: “Ingeniero amargado en las mañanas y escritor melancólico en las noches.”
La conversación fluyó por horas sin darnos cuenta y coincidimos en que nunca habíamos conectado con alguien tan rápido… ¿te acuerdas? Te acompañé cuando el doctor te llamó, después de haberme confesado tu fobia a la sangre y a las agujas. Me hiciste sentir importante desde el primer día.
No salimos del hospital sin antes intercambiar números telefónicos y me prometiste que llamarías primero. Tú siempre cumpliste tus promesas.
Y desde esa mañana no paramos de hablar. Todos los días me contabas una nueva historia y yo te expresaba un nuevo sueño. Siempre te emocionabas por saber qué planes o ideas transitaban por mi mente, no lo entendía.
Las semanas pasaban como la primavera y solo veíamos como nuestra conexión florecía. Cada vez que estábamos juntos podíamos sentir todos los colores, el agresivo revoloteo de las mariposas en la tripa y una cálida brisa que nos ponía la piel de gallina.
Llegó el 21 de junio, primer día de verano. El calor nos obligó a planear un viaje a la playa más cercana. El dinero no nos alcanzaba, pero decidimos escaparnos con lo poco que teníamos y la compañía de algunos amigos míos. Recuerdo que no te agradaban mucho.
¿Te acuerdas lo frustrante que fue aquel viaje? El auto que rentamos se averió y cuando logramos repararlo, el aire acondicionado murió. Mis amigos se portaron muy pesados contigo, y tu ceño fruncido duró unas cuatro horas.
Pero todo eso dejó de importar cuando hundimos nuestro pies en la arena fría de la noche. Solo estábamos los dos. Los dos y la luna.
“Es extraño, ¿sabes?” rompiste el silencio.
“¿Qué cosa?”
“Que esto no se siente extraño” dijiste examinando mi rostro, haciendo que me perdiera de nuevo en la profundidad de tus ojos.
Fue nuestro primer beso, tan mágico y tan tierno como la primera vez que nos vimos. Nos fundimos en el otro, envueltos en tantas sensaciones y pensamientos. Era algo que todos a nuestro alrededor lo veían venir, pero igual me agarraste desprevenida. Esa era tu especialidad.
Al regresar a casa, algo se sentía diferente. Los dos nos sentíamos al filo del barranco más romántico que jamás habíamos experimentado.
El verano estaba más caluroso que de costumbre. El helado sabía más dulce y la limonada más refrescante. Las horas eran más cortas, pero las pasamos todas juntos. Soñando, creyendo y hablando. ¿Recuerdas que podíamos pasar días enteros conversando acostados en el balcón de tu departamento?
Me hacías reír hasta que se me saliera agua por la nariz. Me hacías llorar con las historias más tontas y deprimentes que se te ocurrían en el momento. Me hiciste sentir poderosa, capaz, segura, feliz y... amada.
Pero llegó otoño, un 21 de septiembre. Tu cumpleaños se aproximaba y te tenía preparado el mejor de los regalos. Esa noche llegaste a mi casa con una expresión tan confusa que no logré identificar.
“Renuncié a mi trabajo” dijiste antes de que pudiera saludarte. Fue como escuchar el crujido de algunas hojas secas al ser pisadas, excluyendo la sensación agradable.
“¿Por qué?” cuestioné después de unos segundos, sin comprender todo lo que esa frase abarcaba.
“No podía seguir un minuto más siendo alguien que no quiero ser.”
Podía sentir toda la avalancha de nieve que caería sobre nosotros, pero te apoyé. Supongo que debí decirte lo que en realidad pensaba.
“¿Terminarás tu libro?” quería asegurarme.
“Ya lo terminé, solo debo encontrar a alguien que quiera publicarlo y a alguien que quiera leerlo.”
Llegó tu cumpleaños y tuve que cambiar tu regalo al último minuto. Era un pequeño cachorrito del que ya no podrías hacerte cargo, así que te regalé un suéter de rayas con muchos colores. Para mi suerte, te había encantado.
Durante las siguientes semanas te diste cuenta que tu libro iba a tardar más de lo esperado. Y antes de que te llegue algún aviso de desalojo porque no tenías como pagar la renta, te propuse que vivieras conmigo.
“¿Estás segura? Porque no me gusta bajar la taza del baño, te lo advierto” dijiste en broma, pensando que no estaba hablando en serio. Logré convencerte y para el fin de semana ya estábamos compartiendo el mismo espacio.
Los primeros dos meses fueron emocionantes. Las cuatro paredes guardaban nuestros secretos, carcajadas y planes. Nada podía cambiar nuestro buen humor. Hasta que empezamos a notar algunas cosas molestas del otro. ¿Te acuerdas nuestra primera pelea?
“Amor, ¿no crees que tu jefe te explota tantito?” dijiste al verme llegar por tercera vez a las diez de la noche.
“No, yo me exploto solita. Ya te lo dije, necesito acabar muchas cosas y el tiempo no me alcanza a veces,” resoplé cansada. Ese día fue terrible en el trabajo y no quería hablar de ello, pero tú insististe.
“Pero ese <a veces> ya son tres veces esta semana, te vas a quemar” dijiste en un tono acusador, lo que no ayudó en nada. Te ignoré mientras colgaba mi abrigo en el perchero, y añadiste: “Solo estoy preocupado por ti amor, cuéntame... ¿Cómo te fue?”
“No quiero hablar por favor, solo necesito comer algo e irme a la cama” te supliqué.
“Si tuviste un mal día puedes contármelo todo, estoy aquí para escucharte. Y sabes que desahogarte es bueno…”
“No es para tanto y ya te dije que no quiero hablar” te interrumpí. No entendía porqué hablar de mis emociones era tan importante para ti. Solo eran emociones, pasajeras y sin importancia.
¿Por qué no podíamos gritarnos por una estupidez como las parejas normales? En nuestra primera pelea no hubo gritos, ni lágrimas, ni reconciliaciones.
No debimos dejarlo pasar.
Cuando salimos aquella tarde de otoño a caminar por el parque, nos detuvimos para observar el paisaje. Recuerdo que un árbol en particular llamó nuestra atención.
Era un árbol que había perdido la mayoría de sus hojas, se encontraba casi desnudo. Pudimos apreciar cómo las últimas hojas naranjas se desprendían de las ramas y con nuestros ojos seguimos la trayectoria de su caída.
No tuvimos que pronunciar palabra para saber que estábamos pensando en lo mismo. Nosotros éramos ese árbol. Nos retiramos en completo silencio, pero sintiendo un grito en la garganta que no quiso salir. De repente los días se volvieron más silenciosos y empecé a culparme por ello.
Tu frustración por el libro que nadie quería publicar crecía por cada hora que pasaba y con ella cada sentimiento negativo se expandía. Vivías en un constante huracán de emociones y me arrastrabas dentro de él sin piedad.
¿Recuerdas el 21 de diciembre? Cuando el invierno ya había empezado y nuestra primera Navidad se aproximaba. Habíamos planeado pasarla con mi familia. Estábamos en el centro comercial haciendo compras de última hora. Tu humor empeoró debido a la cantidad de gente que atestaba el lugar.
"¿Podemos irnos?" bufaste sin remedio.
"Puedes irte si quieres, yo necesito comprarle algo a mis padres."
"Podemos comprarles algo en línea" sugeriste de mala gana.
"Como quiera gastar mi dinero es mi problema, no el tuyo" te dije sin pensarlo dos veces. Traté de retractarme diciendo: "Igual a estas alturas nada va a llegar a tiempo," pero ya fue tarde.
"Nos vemos en casa" susurraste antes de marcharte, no sin antes darme un beso en la mejilla.
Pero ese beso se sintió helado, como si hubiera abierto un hoyo negro en el lado izquierdo de mi rostro que se tragaba todas las lágrimas. Vi como tu silueta se hacía cada vez más pequeña entre la multitud de gente mientras mi cuerpo trataba de reaccionar.
Estoy segura que fue la noche más fría de aquel invierno. Llegué a casa temblando, y no precisamente por el frío. Entré cuidadosamente, temiendo que no te encontraras allí.
Y así fue.
Llamé tu nombre tres veces y no hubo respuesta. Sentía que mi corazón empezaba a latir con más fuerza. Corrí al armario y lo encontré medio vacío, al igual que los gabinetes del baño. Lo único que dejaste fue esa tonta bicicleta en medio de la habitación.
Llegué a la cocina y me encontré con un papel arrugado sobre el mesón. Las lágrimas empaparon mis mejillas mientras trataba de leer la nota que escribiste:
"Si no podemos soltar, no estamos listos para amar. No quiero hacerte más daño, amor." -W
La nieve que se acumuló en mi ventana, se acumuló también en mi corazón. Me ahogaba en el mar de emociones que se desató en mi interior y que no podía controlar.
Pasaron semanas de dolor en las que me costaba respirar. Trataba de entender qué fue lo que hice mal y qué podría hacer mejor en el futuro. Espero que tú también hayas logrado entenderlo.
Fueron cuatro estaciones que me enseñaron a sentir. Solo bastaron cuatro estaciones a tu lado.

A veces escribo cartas...
y te cuento cosas que me emocionan. Si te gustaría recibirlas, suscríbete aquí: